Saturno es una maravilla entre los planetas. Su extraordinario sistema de anillos que se puede ver desde la Tierra con telescopios de aficionado lo hacen único entre todos los cuerpos conocidos del Universo, a tal punto que se ha convertido en un símbolo del cielo estrellado. Si le pedimos a un niño que nos dibuje el cielo nocturno, de seguro nos pintará una luna en forma de cuerno, estrellas de varias puntas a montones y, casi con seguridad, un planeta con anillos. Crecimos sabiendo que así es Saturno y ahora el Internet nos muestra sus fotografías con una resolución imposible de alcanzar por medios ópticos y en una magnífica gama de colores que confirma el apelativo que se le da: la joya del cielo.
En el siglo XVII no era así. Saturno era conocido desde la más remota antigüedad porque se puede ver sin necesidad de aparatos ópticos, con un brillo que lo pone en competencia con las estrellas más destacadas del cielo. Pero jamás se esperó que fuera un cuerpo exótico. Quizás que tuviera algunos satélites como los que Galileo descubrió en 1610 girando en torno a Júpiter, pero nada más. Imaginemos cuál no sería la sorpresa del mundo científico de la época cuando el sabio pisano reveló que se trataba de un planeta triple en el que los dos acompañantes estaban pegados a lado y lado del cuerpo principal, como se pegan los primates al cuerpo de sus madres. Todos los observadores de la época se abalanzaron sobre sus telescopios para estudiar esta rareza del cielo y se generaron tantas interpretaciones como astrónomos había en Europa. Durante cincuenta años los observadores dibujaron lo que veían a través de sus telescopios y sus bocetos van desde los más estrafalarios – como pintar el planeta con dos orejas, una a cada lado, como si fuera una taza – hasta algunos que rozaron la interpretación acertada y dibujaron el anillo, pero no lo comprendieron como tal. El mismo Galileo, seis años después de su primer dibujo del planeta triple, hizo otro en el que se ve el anillo, salvo que no rodea al planeta, sino que está situado detrás de él. Pero Galileo no habló nunca de anillos, como no lo hizo ningún astrónomo de la época, porque habría sido una interpretación tan absurda, que quien mencionara esa posibilidad corría peligro de perder su prestigio científico.
No fue sino medio siglo después de la primera observación de Galileo, cuando Christian Huygens se atrevió hablar de anillos. Este sabio holandés, además de matemático y astrónomo, era un óptico excelente y tenía los mejores telescopios de la época, construidos por él mismo. Con esos instrumentos logró ver el sistema de anillos de Saturno pero le pareció tan salida de tono esa posibilidad, que prefirió no divulgarla y, mejor, se la envió a un amigo, en forma de anagrama indescifrable, con la promesa de que a su debido tiempo le daría la interpretación del enigma. De esa manera preservaba para sí el descubrimiento sin tener que expresar lo que en el mundo científico habría parecido una sandez. Días después hizo la traducción del enigma: “Saturno tiene un anillo plano que bordea el planeta sin tocarlo”.
Cuando les enseñamos el planeta Saturno a los visitantes del Observatorio Fabra, con el telescopio histórico que tenemos en la cúpula, se sienten maravillados. No sólo el anillo tan llamativo, sino también los satélites que se pueden ver rodeando el planeta les hacen proferir exclamaciones de asombro. Muchas veces hemos escuchado comentarios que, aunque en broma, expresan con elocuencia la sorpresa que se llevan los observadores al mirarlo: “Es una pegatina adherida al telescopio”, dicen algunos; “parece un juguete”, expresó una observadora fascinada con la imagen que veía a través del ocular. Y es que no hay fotografía ni imagen de internet, por vistosa que sea, que supere la sensación que se siente al observar en directo esta maravilla del cielo.
Antonio Bernal González
Divulgador científico del Observatorio Fabra